En España, en Cádiz, hay un pequeño pueblo costero que se llama Tarifa. Y como en cualquier pueblo o ciudad, Tarifa también tiene su cementerio. Pero no es un cementerio cualquiera. Hay varios nichos distintos, alineados en las hileras más altas de la estructura de hormigón, que son también las más baratas y de más difícil acceso. Sólo una frase, grabada en azul mar sobre el mármol blanco: «Inmigrante de Marruecos». Sin nombre; en el mejor de los casos el día en que se encontró el cadáver. Nadie sabe quién descansa al otro lado del frío mármol. Si tendrá amigos y familia que no le olvidan. Si fue o no un buen hombre. Si alguien le recordará.
Es uno de los cientos de inmigrantes que las aguas del Mediterráneo escupieron muertos sobre la costa sin que se haya podido identificar sus cuerpos. Pagaron con la vida la osadía de querer alcanzar su paraíso. Cuando el «aforo» de huecos en el cemento está completo, los inmigrantes sin nombre descansan en una fosa común bajo tierra. Sobre ella, un pequeño monumento: «En memoria de los inmigrantes fallecidos en aguas del Estrecho».
El mar tiñe a diario, de negro, las aguas del Estrecho. La mayoría son subsaharianas y desaparecieron al salir del Sahara, Mauritania o en del mar de Alborán.
Cientos de nichos sin nombre. Los nichos de nadie, los nichos de los que son nadie. Los sin nombres. Los que son números. Los que no lo lograron.
Ese Mediterráneo al que le cantó Serrat, el mismo Mediterráneo que durante siglos unió civilizaciones, hoy es símbolo de tragedia: más de 20 mil muertos en los últimos años.
Y el “Primer Mundo” sigue imperturbable e impasible, como si se trataran de “números”, de “inmigrantes” cuando todos sabemos que detrás de esos “números”, de esos “inmigrantes”, hay seres humanos y cada uno con familias, con historias.
Lamentablemente, mientras no exista un enfoque humanista de este fenómeno las mafias seguirán lucrándose, los seres humanos seguirán migrando y el Mediterráneo seguirá siendo el cementerio que es hoy.
Pobrecitos. Qué sufrimiento. Lo que tienen que estar pasando. Es terrible. Se me encoge el alma. No puedo ni ver las imágenes. ¿Cuántas veces no hemos escuchado estas frases? Europa llora, grita, quiere que se salven, que no mueran, pero… pero que no vengan, que se vayan, que desaparezcan, que no existan y que no tengamos que verlos en la tele, y menos en nuestras calles, con sus mantas, en el metro, o en las escaleras de nuestras casas.
Admitamos que no son solo cínicos e hipócritas nuestros “líderes” políticos sino nosotros mismos; cada uno de nosotros, todos, como sociedad. Cada vez más países dan la espalda a la libre circulación de personas que impera en el bloque y levantan alambradas o imponen controles fronterizos. El último en sumarse fue Austria. Y en nuestras propias narices, Turquía que acaba de colocar bloques de cemento en su frontera con Siria para evitar el paso de refugiados.
Sí. Cínicos, descarados, desvergonzados, insolentes, caraduras, falsos, hipócritas. Eso es lo que somos como sociedad. Porque ninguno de nosotros, por ejemplo –incluso ni el que escribe este texto- sería capaz de renunciar a su móvil de última generación o a su ordenador. Aún cuando sabemos que todos esos artilugios llevan coltán, un mineral que extraen niños famélicos en África (en la República Democrática del Congo, en la se encuentran el 80% de las reservas mundiales de coltán).